Mi tía Julia siempre fue una persona muy vital y alegre, y una mujer de carácter. Le gustaba mucho conversar con gente joven y me explicó muchísimas historias sobre cosas tan interesantes como cuando llegó el cine sonoro y vio por primera vez una película sonora (en Huesca, en el año 1929, El desfile del amor de Ernst Lubitsch, aunque a ella quien le interesaba más era Maurice Chevalier, que era su actor preferido) o como cuando se declaró la II República y en el pueblo lo supieron cuando pasó el tren ondeando la bandera tricolor.
La historia que más suelo explicar sobre mi tía es cuando íbamos a visitarla después de haber estado limpiando su tumba y la de mi abuelo. Y sí, es que mi tía a los 84 años (murió a los 97) aprovechó que arreglaba la tumba de su marido (llevaba viuda unos 30 años) para ponerse un monumento a su gusto, así que era lo más normal del mundo ir a darle vuelta y quitarle malas hierbas. La conversación más o menos podía ser: “Tía, le he pasado un trapo por su tumba, que no me costaba nada” y ella tan contenta con el favor que le hacíamos, porque según se iba haciendo más mayor y perdía vista ya no podía hacerlo ella, como al principio.
A mi tía le gustaban los tangos (su preferido era «Mano a mano» y solía cantármelo cuando se prestaba la ocasión), el cine (esas películas históricas de los 40 y 50 tipo «Locura de amor») y seguía la política mucho más que yo.
Una de las cosas que tengo siempre presente es que solía decirme que el problema de muchas personas era que al hacerse mayores se daban cuenta de que ya no podían hacer las mismas cosas que antes, y como se habían quedado sin hacer muchas cosas, les daba rabia lo que ya no podrían hacer y les agriaba el carácter. Decía que como ella había hecho siempre lo que había querido, ahora podía estar sola en casa tan tranquila y entretenida con sus cosas como la radio, que le hacía mucha compañía.
De hecho, vivió sola hasta los 94 años. Ese cumpleaños, el 94, lo estuvimos celebrando con ella mi amiga Ainara y yo y siempre recordaremos la energía con la que nos sacó una botella de moscatel, con golpe en la mesa incluido, y que fue imposible negarnos a tomar una copita. También le preparamos un chocolate a la taza que comimos con bizcochos de soletilla y pasamos una tarde estupenda. Era diciembre, mi tia ponía leños en la estufa y al calor de la conversación el frío de la calle era como si no existiera.
Sé que a mi tía le gustaría saber que su casa no se hundirá, que yo me he hecho cargo de ella y que volverá a estar llena de vida y de conversaciones de espíritu creativo, como las que le gustaban a ella.