Recetas contra la prisa


Recupero aquí este texto de Carmen Martín Gaite, del libro La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas:

Tal como está organizado el mundo en que vivimos, es evidente que todo a nuestro alrededor parece gritar al unísono pidiendo urgencia y que muchas cosas resulta materialmente imposible dejar de hacerlas deprisa. Ahora bien, el hacer las cosas deprisa lleva consigo una angustia en el que las hace que impide hacerlas bien, con la atención necesaria.

Ya pocas veces se dice: “lo que voy a hacer es conveniente hacerlo deprisa”, como sería lo adecuado, sino: “tengo prisa, tengo mucha prisa”. Y este tener prisa ha llegado a ser una sensación casi física, como las de hambre, frío o dolor de muelas. Esto es lo grave, ya que, independientemente de lo deprisa o despacio que haya que hacer las cosas, tiene uno prisa, la tiene siempre, metida en el organismo, donde se ha ido desarrollando como una enfermedad.

La prisa del ambiente, en cuanto resultado de una determinada organización del mundo, podemos llegar a tomarla como inevitable. En cambio, la prisa en cada individuo, la aceleración psicológica que casi permanentemente perturba nuestro actuar es una enfermedad que, como todas, tiene su tratamiento. Sin embargo, el único tratamiento eficaz contra la prisa exige una constancia y una dedicación tan absolutas, que desanimarán a muchos, ya que la gente tiende a cancelar cuestiones y a archivarlas: es decir a olvidarlas.

Pero, dado que la prisa nos amenaza siempre, que se ha propagado de tal modo que alcanza hasta nuestros menores gestos, es natural que la precaución contra ella también continúe: es decir, que no bastará con tener conciencia de unas determinadas normas, equivalentes a píldoras que se toman después de cada comida, sino que habrá que mantener y renovar tal conciencia, porque esas normas nada serían sin la voluntad de aplicarlas a cada instante.

Se trata esencialmente de liberar nuestro pensamiento de la confusión que la prisa produce. Se puede dejar que la prisa invada nuestras piernas, nuestros brazos: que alcance a todos los miembros eficaces para servirla. En cambio, hay que poner a salvo nuestra mente, en cuyo terreno hace la prisa sus verdaderos y más lamentables perjuicios, ya que puede llegar a sustituir al pensamiento. Cuanta más prisa tenemos, menos nos damos cuenta de por qué la tenemos. Se nos acumulan los motivos reales con los imaginarios, los personales con los generales, los remediables con los irremediables, y, desaparecido nuestro raciocinio, quedamos a merced del enemigo mental, que podríamos comparar con un caballo desbocado del cual se pierden las bridas.

“Vísteme despacio, que voy deprisa”, dice un refrán español. Lo cual no quiere decir: “deja de vestirme: mándalo todo al diablo, porque al fin ya no llego a tiempo”. Sino todo lo contrario: “vísteme con atención, haciendo bien lo que haces, y no pienses en si vamos a llegar a tiempo o no”. Parece una paradoja aconsejar reposo, serenidad dentro de la misma prisa, y, sin embargo, es la única forma de darle batalla, la única solución. Y es posible aunque sea difícil.

Muchas veces oímos decir frases como: “yo no tengo tiempo de pensar en nada, no sé de dónde saca la gente tiempo para pensar”. Los que así hablan consideran el pensamiento como algo contrapuesto a la vida, incomunicado con ella. Consideran que lo que se hace y lo que se piensa son campos que no se interfieren. Y el tiempo de pensar se va así atrofiando, relegando a pequeños oasis estériles, como un lujo para la gente ociosa o un desahogo momentáneo para los muy ocupados. También éstos a veces, es cierto, leen, piensan o charlan con los amigos, pero estos ratos oficialmente liberados de la prisa se consideran tiempo aislado, infecundo para contribuir a disipar los errores del acelerado vivir cotidiano, el cual se reemprenderá con idéntico vértigo y enajenación. Tanto es así que a este tiempo de pensar se le suele llamar perder el tiempo, porque el hombre se ha hecho esclavo de la prisa y siente como inerte y sin consistencia todo lo que no lleva su marca angustiosa.

El descanso, pues, sólo sirve ya como una escapatoria para contrapesar el vértigo, sin pensar por un momento en que pueda existir el descanso (que en este caso equivale a decir el pensamiento) coexistiendo con lo que se hace, modificándolo, dándole un sentido a cada instante.

Cuanto más se trate de buscar remedios a la prisa a base de estirar las horas del día para crearle compartimentos de escape, más arraigadamente se estará aceptando el imperio de esta misma prisa, más se separarán el tiempo de descansar y el de trabajar, el de pensar, y el de vivir. Y debe tenderse a que estos tiempos se entremezclen lo más posible. Hay que esforzarse para que el juicio sobre lo que se está haciendo presida cada acción y crezca simultáneamente con ella.

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